Disculpen si durante esta crónica me levanto y voy corriendo al baño. Ha comenzado el baile. Ayer era la envidia de amigos y amigas, hoy no querría nadie estar en mi lugar. Quince días de navegación plácida por los trópicos, era mucho regalo, “vida y dulzura, esperanza nuestra”, reza la salve; pero esta noche se ha encabritado el dios Neptuno y nos está enviando unos trenes de olas inclementes, sin cesar, uno tras otro.
Mi camarote -el 112, por si quieren pasar a visitarme-, es el más próximo a proa: lo que se dice un sensor de movimiento de alta precisión, que va dibujando cada pantocazo y el perfil de las olas en la boca del estómago. La última… ¡ahora vuelvo! (…)
Les decía que la última ola, de cuatro metros, acredita la inutilidad de la Biodramina y del Stugerón. He pasado a los remedios caseros, pan, manzanas, “Tí, mételle”; y aquí estoy, mordisqueando una deliciosa reineta del Bierzo, nunca se vio a nadie comer una manzana con tanta cara de asco desde la expulsión de Adán del Paraíso.
Un barco puede ser a la vez Paraíso e Infierno, apenas separados por la delgada línea del horizonte. Cuando contemplas el mar extasiado, el amanecer de plata y el atardecer de oro, la inmensidad que te hace sentirte pequeñito e invita a pensar, cuando disfrutas del vuelo de las aves y del sol tropical, y del viento como un soplo de vida, es el Paraíso. Cuando la mar se encrespa y el barco comienza a cabecear, y se mueve cada vez más, y nunca se detiene, e interrogas al horizonte en busca de una isla, una palmera; y comprendes que estás aquí atrapado y no hay escapatoria posible, puede ser un infierno. Entonces, has de aprender a dominar la ansiedad, la claustrofobia, y hacer un trato con el mar: “¡Vamos a llevarnos, bien!”.
Se lo dije al dios Neptuno hace treinta años, cuando recibí el Bautismo del Mar en estas mismas aguas, a bordo del Pescapuerta IV, abanderado de la Primera Expedición Científica 86/87. El armadanzas del bautismo fue Colón, el que yo conozco de verdad, no el de los Reyes Católicos: José Luis Lorenzo Colón, nuestro almirante Cousteau del Morrazo. Colón, ayudado por el cocinero Benito, encarnó a Neptuno y nos bautizaron (a Manolo y Carrera, en adelante Chandarme y Maragota), con huevos rotos en la cabeza y champán para brindar. La ceremonia concluyó con un buen manguerazo a toda la tripulación.
Agua de mar para baldear las morriñas y los malos augurios. También en el Sarmiento de Gamboa, cuya cubierta está ocupada por los nuevos contenedores y material que transportamos para ampliar las bases científicas en islas Decepción y Livingston, por lo que hicimos el bautismo en el limitado espacio del hangar, en presencia del dios Neptuno, de su amiga Salacia, escoltada por dos hermosos tritones, y del terrible pirata Davy Jones, tuerto tras una pelea a cuchillo por una robaliza.
A los sones de Piratas del Caribe, comparecieron los cinco incautos: Fidel Ryan, Roxhanny Madeleyne, Estefanía Alonso, Manuel Ceán y Álvaro Pastoriza, que ya serán conocidos para siempre por las leyes del mar como Cabirón, Bulárcama, Chumacera, Polipasto y Barbotén.
Al acabar las severas pruebas -escache de huevo, degustación de harina con sal y un pequeño diluvio-, cuyo detalle vamos a excusar porque hay menores leyendo, aproveché parta volver a encomendar nuestra navegación a Neptuno y, cogiéndole por el tridente, le dije: “¡Vamos a llevarnos, bien!”.
A lo que Neptuno sonrió como si fuera un diputado en Cortes, y nos ha enviado este tren de olas 3.0 que… ¡ahora vuelvo! (…)
No me quejo: un día en el infierno, purgando como Adán los pecados de la carne que no cometo, pues es tiempo de vigilia, y quince días en el paraíso. Me conformo con que Neptuno nos permita regresar a casa sanos y salvos, como hace treinta años, tras haber ensanchado nuestros horizontes: el personal de cada uno, esa Ítaca íntima que va creciendo en el viaje, curtiéndose en la dificultad, y el horizonte solidario y colectivo de cuantos participamos de esta Aventura de la Ciencia.
Les contaría más detalles, pero tengo que volver corriendo al baño.