por Carmen Gloria Piñeiro Álvarez, publicado en OCEÁNICAS.

Pocas mujeres pueden contar a sus hijos, a sus familias y amigos que allá por los años 80 navegaban por las aguas del océano Antártico. Yo me incluyo en ese pequeño grupo de afortunadas junto a mis queridas compañeras Ana Ramos, Ana Giráldez y Milagros Millán que, junto al resto del personal embarcado en la primera expedición científico-pesquera española a la Antártida, pudimos surcar aquellas aguas y aprender de las maravillas que escondía aquel lugar tan remoto del planeta.

Las razones del porqué fui a esta primera expedición no las recuerdo con exactitud. Probablemente influyó que era una campaña larga, en un lugar gélido e inhóspito, las fechas incluían las navidades y no había un exceso de voluntarios entre los biólogos del IEO… Esto nos abrió el camino a las biólogas que estábamos dispuestas a vivir aquella aventura.

A mí siempre me ha fascinado el mar, los barcos, los peces y su biología y eso era en lo que yo trabajaba en el Centro Oceanográfico de Vigo del IEO, estudiando el crecimiento y la edad de los peces en pesquerías demersales. Así que cuando me dijeron que podía ir, sentí que era un regalo del destino. Siempre he tenido curiosidad por conocer partes remotas de la Tierra y desde muy joven me han fascinado las historias de exploradores y en particular la expedición de Shackelton a bordo del Endurance (1914–1917) me había dejado marcada por el heroísmo de aquella gente y su supervivencia después de 281 días.

Han pasado más de 30 años desde la histórica campaña Antártida-8611, dirigida por el Dr. Eduardo Balguerías. A bordo de aquellos dos barcos, el Pesca Puerta IV y el Nuevo Alcocero, íbamos 96 personas, de las cuales cuatro éramos mujeres. En el primero, con 17 científicos a bordo y un periodista, se realizaban exclusivamente trabajos de investigación. El segundo, con cuatro biólogos, un físico y un médico, se dedicó fundamentalmente a estimar la rentabilidad potencial de los recursos pesqueros en el Arco de Scotia y a medir los niveles de ozono atmosférico.

Durante 80 días que duró aquella aventura recorrimos 11.000 millas náuticas sin parar, 24 horas al día los 7 días de la semana. Día tras día trabajamos hasta alcanzar un total de 345 estaciones de pesca, recorrer 4.000 millas de perfiles sísmicos, hacer 227 estaciones oceanográficas, recoger 390 muestras de sedimento del fondo y un largo etc., además de volver a España con más de media tonelada de muestras de invertebrados para su posterior identificación.

El ambiente de colaboración no podía ser más propicio. Los dos barcos, siempre cerca pero separados por un mar de aguas gélidas, mantenían una fluida comunicación gracias a la creación de dos gacetas: “El Pingüino” en el Pesca Puerta y “La Foca Alcocera” en el Nuevo Alcocero. En ellas, Valentín, el periodista, escribía sobre las actividades del día a día, los primeros resultados de los trabajos realizados, historias sobre los antiguos visitantes de aquellos mares, etc.  Aquellas crónicas llenas de humor desataban una especial alegría que ayudaba a combatir el frío constante en la mesa de triado, donde diariamente nos dábamos cita los biólogos y biólogas para desempeñar nuestras labores. Cuando se oía por megafonía: “¡arte a bordo!”, inmediatamente comenzaba entre los biólogos una actividad desenfrenada. Primero el impulso de explorar con detenimiento el arte de pesca, “¿qué vendría enganchado en la red?” Esponjas gigantes, estrellas, gorgonias, ofiuras, nudibranquios, pycnogonidos, krill, etc.

Algunas especies llegaban vivas a bordo y las poníamos en un pequeño tanque con agua para observarlas posteriormente con más detenimiento. Después continuábamos con todo el protocolo: medición de mallas, triado de todas las especies, identificación taxonómica, listas faunísticas, muestreos biológicos y un largo etc. Poco se parecían aquellas capturas a lo que yo había visto hasta entonces: peces hielo (Champsocephalus spp), bacalao antártico (Notothenia spp), merluzas antárticas (Dissostichus spp), etc. Una vez terminadas esas tareas, seleccionábamos los invertebrados, se identificaban, contaban, fotografiaban y, muchos de ellos, se conservaban en la bodega del barco para ser trasladados a España para su estudio.

Parábamos para comer y para cenar, pero el trabajo de los biólogos remataba casi siempre de madrugada con la introducción de los datos en aquel ordenador último modelo (Olivetti M 24), coincidiendo a menudo con la actividad nocturna de los geólogos y químicos. La coordinación entre los diferentes equipos de investigación fue excelente, creándose una corriente de entendimiento y colaboración entre todos, incluida la tripulación, que en algunos casos terminó en una gran amistad que continúa hasta el día de hoy.

Me considero una afortunada por haber tenido la oportunidad de disfrutar de aquella luz  cambiante del verano antártico, de aquellos paisajes repletos de icebergs, siempre inspiradores con sus formas, tamaños y colores. De haber visto ballenas rascando sus lomos en el costado del barco, petreles y charranes haciendo acrobacias al son del gélido viento o de haber disfrutado del torpe andar de los pingüinos y del inmenso bullicio de sus pingüineras. Fue emocionante pasear por el interior del cráter de Isla Decepción y haber mojado mis pies en las activas fumarolas de  la Caleta de Balleneros. Y he tenido la fortuna de recibir al nuevo año, 1987, con una inolvidable cena de gala en el restaurante “Gusto antártico” a bordo del Pescapuerta IV, donde brindamos todos con champán enfriado en hielo de miles de años. Fue una experiencia inolvidable e irrepetible personal, científica y sobre todo humana.

El día 7 de febrero de 1987 arribamos a Ushuaia con todos los objetivos alcanzados. Los resultados se presentaron en foros internacionales y por fin, en 1988, España se convirtió en miembro de pleno derecho del Tratado Antártico. Vinieron años de una intensa actividad científica que junto al empeño de científicas de la talla de Josefina Castellví del CSIC, fueron claves para la creación de la 1ª base antártica española (Juan Carlos I) y la botadura del buque oceanográfico Hespérides en 1990. Fue entonces cuando las puertas de la Antártida quedaban definitivamente abiertas la investigación española.

Y como mujeres, pues sí, en esa primera expedición dimos nuestros primeros pasos sobre hielo antártico, pasos de investigadora, pasos por la cubierta de barcos pesqueros diseñados para un mundo duro, donde solo los hombres tenían espacio. Hoy afortunadamente ese grupo de investigadoras es mucho más amplio gracias al esfuerzo de muchas mujeres que no abandonaron sus ilusiones, inquietudes y deseos profesionales porque creían en ellas mismas y en su valía.
Carmen Gloria Piñeiro es investigadora del Centro Oceanográfico de Vigo del IEO con más de 30 años de experiencia en el estudio de los recursos pesqueros.