La primera vez que entré en Isla Decepción, escuché en el puente que, debido al Protocolo de Seguridad del Comité Polar para zonas volcánicas, antes de entrar en la isla debíamos dar una vuelta de reconocimiento y que los sismólogos dictaminaran si el semáforo estaba en verde. Corrijo: la primera vez que yo entré en la bahía formada por el cono del volcán, en enero de 1987, no había protocolos ni semáforos ni existía el Comité Polar, información mínima y cartas marinas, las justas; de modo que el Pescapuerta IV entró a pelo, con la pericia del capitán Juan y nuestra buena estrella.
La segunda vez que crucé los Fuelles de Neptuno, treinta años después, a bordo del buque oceanográfico Sarmiento de Gamboa, para abrir la Base Gabriel de Castilla a la XXX Expedición Científica Española a la Antártida, comenzó a circular por el puente una fotocopia del Protocolo, uno de esos papeles de gabinete cuya aplicación literal es sencillamente imposible. El capitán del Sarmiento, Pablo Fernández, el comandante de la Base, Daniel Vélez, y el sismólogo Enrique Carmona constituyeron el gabinete de crisis e interpretaron la áspera normativa con sentido común. Tras dar una vuelta al perímetro exterior y otra al círculo interior de la Bahía Foster, y enviar dos exploradores a tierra, llegó el nihil obstat: “Semáforo verde”, y comenzó el despliegue operativo del Ejército de Tierra para abrir la Base Gabriel de Castilla, instalada en el corazón de un volcán.
Aquella tarde, cuando cruzamos los Fuelles de Neptuno —la estrecha y peligrosa entrada a la bahía—, con la infinita emoción de volver a ver Caleta Balleneros treinta años después, mientras el barco hacía el reconocimiento, entendí parte del trabajo de los sismólogos que venían a bordo, algunos con veinte campañas de experiencia, auscultando los latidos del corazón de la tierra. De un volcán activo, con erupciones recientes en 1967 y 1970, que podría volver a estallar mañana. Como una Vieja del Visillo geológica —observando a través de las rendijas de los sismogramas—, los sismólogos ven lo que el ojo humano no ve, y oyen lo que los demás no oímos, escuchan el movimiento de las placas tectónicas, la circulación de la sangre caliente que acecha en forma de ríos de lava, detectan y anticipan posibles terremotos y erupciones volcánicas.
Esta es la tarea principal, preventiva, del Instituto Andaluz de Geofísica (Universidad de Granada), que tiene a su cargo la vigilancia sísmica de Andalucía, donde la falla de Gibraltar nos da de vez en cuando sustos y disgustos. Un equipo de estos sismólogos granadinos investiga también la actividad sísmica de las Shetland del Sur desde hace veinte años, y han regresado, durante la campaña 2016/17, para mantener y completar las series de observaciones en la muy volcánica, compleja y espectacular Isla Decepción y en su cuenca geológica, el Estrecho de Bransfield. El IP del proyecto es el físico Javier Almendros, que este año no ha viajado a la Antártida, pero ha enviado a lo mejor de su departamento: Enrique Carmona, José Benito Martín (Beni) e Iván Fernández Melchor, en la primera fase; y Manuel Titos Luzón y Luis Vizcaíno Davila, en la segunda. Cinco encantadoras viejas del visillo que se han metido al resto de la expedición en el bolsillo izquierdo de la camisa, el que está pegado al corazón. Cinco investigadores, dignos herederos de Humboldt y Darwin, los primeros científicos que susurraban a los volcanes…
He visto a Enrique, Beni, Iván, Manuel y Luis trabajar día a día, codo con codo, con verdadero entusiasmo: una piña en el laboratorio, arrebujados ante las pantallas donde los sismógrafos pintan su extraño visillo (un histograma gris, indescifrable para los profanos: “Esta noche han caído bloques de hielo en el Glaciar Negro”, dice Beni señalando puntitos en el sismograma, “¿lo ves?”; veo los puntitos, pero no escucho el movimiento del glaciar); un equipo todo terreno en el trabajo de campo, acudiendo en las zodiacs a revisar su red sísmica, carretando baterías sobre la nieve o mimando al mítico Array; y una zambra cantarina el resto del día, aportando a la Base Gabriel de Castilla alegría y buen humor, virtudes que no son incompatibles con el rigor científico y que provocan en el ser humano pequeños movimientos sísmicos, la risa, y algún que otro terremoto en forma de carcajada.
El mítico Array
Converso con los sismólogos granaínos en el laboratorio de Isla Decepción, en cuya mesa contigua trabajan los geodestas de la Universidad de Cádiz. Trato de entender la diferencia entre sismología y geodesia: ambas disciplinas escuchan la tierra, pero digamos, resumiendo mucho, que trabajan en distinta longitud de onda. La geodesia estudia las deformaciones de la corteza terrestre en magnitudes de tiempo que se pueden medir con GPS o con mareógrafos, por días, años, o milenios. La sismología estudia las oscilaciones producidas en la corteza o bajo la corteza, en el magma, en las placas, oscilaciones que se miden en microsegundos, en una frecuencia entre 0 y 50 Hz, imperceptible para el oído humano. Por eso, en Decepción la Universidad de Granada ha desplegado un complejo sistema de escucha: sismómetros, que detectan el desplazamiento, la velocidad o la aceleración del suelo, con puntos de observación en Obsidiana, Caleta Teléfono y Caleta Chilenos, y el mítico array, el ojito derecho de Enrique Carmona, instalado en Fumarolas.
El array, o antena sísmica, es una nube de sismógrafos —doce en Fumarolas— fijados en una zona a distintas distancias entre sí (40, 60, 100 m), formando triángulos: el modelo conoce por GPS la posición de cada sensor y las distancias entre ellos. Cuando se produce una onda sísmica, generalmente un frente de ondas que avanza hacia el array desde algún origen próximo o lejano, cada uno de los doce sensores registra el paso de esa onda. Las diferencias entre unos y otros permiten saber la dirección de la onda sísmica (de dónde viene el seísmo) y la velocidad aparente de propagación (su intensidad o tipo).
Un sencillo sistema de triangulación aplicado ingeniosamente a la prevención y conocimiento de los seísmos. Recordando una histórica frase de Priestley, uno de los expedicionarios que sobrevivió a la expedición de Shackleton (“Como jefe de una expedición científica, yo elegiría a Scott; para un raid polar rápido, a Amundsen; pero si en la Antártida llega la adversidad, ponte de rodillas y reza para que Shackleton esté contigo”), Enrique Carmona proclama: “Para predecir la actividad volcánica, dame una red geodésica ; para una vigilancia rápida y eficaz, dame una red sísmica; pero en medio de la adversidad y ante una posible erupción volcánica, ponte de rodillas y reza para que el array esté contigo”.
Con los datos de toda la red de vigilancia, incluido el array, los sismólogos están en condiciones de conocer varios parámetros: el origen de los terremotos (volcánico, tectónico), el tipo de eventos (VT, LP, híbridos), el número de eventos (si son aislados o en enjambres) y la intensidad y duración del tremor volcánico.
Sabemos que Isla Decepción se encuentra en un rift activo, un gigantesco desfiladero submarino, con una anchura de 5 a15 km, que está en expansión, es decir, que se está abriendo desde el centro hacia la superficie; ambas orillas están separándose, con una velocidad de 0,25-0,75 cm/año, durante los últimos dos millones de años. Parece poco y nada, que el rift de Bransfield se abra apenas 0,75 cm/año, pero a ese ritmo se abrió toda la zona del Paso Drake, casi mil kilómetros; y todo el Estrecho de Bransfield es una serie de placas y micro placas con una dinámica muy compleja, en la que trabajan los científicos del programa polar español.
La tierra no permanece firme bajo nuestros pies, está en continuo movimiento —los sismólogos lo detectan, pero lo saben bien cada año las víctimas de los terremotos y maremotos—; los continentes que llevan millones de años a la deriva aún no han dejado de desplazarse hacia su propio ombligo, y cuando dos o más placas colisionan, mucho antes de que bajo nuestros pies se mueva la tierra, los sismógrafos dan la voz de alarma. Esta parte de la Geofísica aplicada, que forma parte de la labor preventiva del Instituto Andaluz de Geofísica, extiende su escucha hasta la Antártida y nos transmite un mensaje fácil de entender: todo en la tierra, y en la naturaleza, decía Humboldt, está profundamente relacionado.
No era fácil de entenderlo en la época de Humboldt o de Darwin, los dos primeros observadores globales, obsesionados con los volcanes y el geomagnetismo, capaces de «leer el paisaje». El gran naturalista alemán fue el primero en observar una erupción en el Cotopaxi, en 1803, y desde entonces en todos sus viajes no dejó de buscar y observar otros volcanes, en Sicilia o en Siberia. A Humboldt debemos el primer concepto de cambio global, ahora tan de moda; y si hubiera tenido la ocasión de viajar hasta Isla Decepción, y de escuchar el array, habría formulado con brillantez la teoría de placas tectónicas, que entrevió: supo adivinar que todo estaba relacionado. Hoy sabemos, y Decepción lo corrobora en cada sismograma dibujado en la pantalla del ordenador, que los ríos de magma y las placas se mueven en el centro de la tierra. No es posible hacer el viaje al antro que soñó Jules Verne, pero tenemos, en cambio, la opción aún más apasionante de escuchar con precisión el interior del planeta y establecer relaciones tectónicas globales. A eso hemos venido también a la Antártida: a hacer nuestro propio viaje fantástico al centro de la tierra, a través del cráter Decepción.