En el siglo XXI llega a la Antártida, por primera vez, el turismo de lujo: un safari blanco de una semana al Polo Sur cuesta solo 50.000 dólares; el siglo XX fue el de la conquista terrestre, desde la época heroica de Amundsen y Scott hasta el Tratado Antártico (1959); y el siglo XIX, la época de las grandes navegaciones polares.

Una de las más memorables fue la del capitán James Clark Ross, el hombre más apuesto de la Marina inglesa, dice la historiadora Eleanor Honnywill. Ross recibió en 1838 el mando de la expedición organizada por el Almirantazgo para fijar la posición del polo magnético norte (que se encuentra en la Antártida, a cierta distancia del polo sur geográfico, pues la polaridad de la Tierra está invertida). Ningún barco había conseguido hasta entonces atravesar la barrera de hielo, salvo los protagonistas de Julio Verne en La esfinge de los hielos (1840), por lo que el Almirantazgo construyó dos buques sólidos: el Erebus y el Terror, unidos forever a la historia de la Antártida como Monte Erebus y Monte Terror, dos volcanes activos, de más de 4.000 metros de altura, que Ross divisó desde la banquisa.

Siguiendo la travesía atlántica, el acceso natural desde Europa al continente austral es el Mar de Weddell, al sur de Orcadas y Malvinas, donde quedó atrapado el Endurance, que hubo de abandonar Shackleton; pero Ross escogió la ruta de Tasmania y en enero de 1841 estaba ante el cinturón de hielo, que embistió de frente: “A Ross le bastaron cuatro días -escribe Honnywill- para pasar a través de la barrera y salir a navegar en aguas abiertas”. Los navegantes vieron asombrados que el mar continuaba después de la barrera y divisaron una cadena de montañas. Ross bautizó aquella estepa blanca como Tierra Reina Victoria, y así figura en los mapas; pero la historia de la cartografía reservó al propio James la gloria de dar su apellido al mar y a la capa de hielo flotante más extensas de la Antártida: el Mar de Ross y la Barrera de Ross.

Si observamos el mapa del continente helado, el Mar de Ross es justo el mordisco que falta a la Antártida para ser redonda: una inmensa bahía que se adentra en el corazón continental, el punto de desembarque más cercano al Polo Sur geográfico. Por ello, Amundsen y Scott, aunque por distintas rutas y con distinta fortuna, cruzaron el Mar de Ross en su afán por alcanzar el Polo. Con el tiempo, Nueva Zelanda, país que reclama la soberanía de la Dependencia Ross, congelada por el Tratado Antártico, estableció allí la base Scott, y muy cerca, Estados Unidos la estación McMurdo. Es, pues, una zona estratégica se mire como se mire, desde la que se controla el acceso más practicable -fácil nunca sería la palabra- al Polo Sur y al resto del continente austral.

La barrera de hielo que protege ese acceso es un área de quinientos mil kilómetros cuadrados (equivalente a la Península Ibérica), donde vive un tercio de la población mundial de pingüinos de Adelia, además del pingüino emperador, petrel gigante y la foca que lleva el nombre del ilustre marino, la foca de Ross, actualmente en peligro de extinción. Otras especies, como las ballenas, están también al borde de ser exterminadas; pero, por una vez, la comunidad internacional, pacíficamente unida en torno al Tratado Antártico, ha tomado en sus manos la responsabilidad de preservar el Mar de Ross para las generaciones futuras.

Lo ha hecho en la reunión anual del CCAMLR, celebrada en Hobart, Australia, en octubre pasado. CCAMLR (“camelar”) son las siglas en inglés de la Comisión para la Conservación de los Recursos Marinos Antárticos, creada en 1982 por veinticinco países miembros de pleno derecho y once adheridos, de la que forma parte España.

A propuesta de Estados Unidos y Nueva Zelanda, el CCAMLR ha creado por unanimidad de los 36 países presentes en Hobart, un área marina protegida (AMP), zona de exclusión de pesca y de cualquier otra explotación económica, de 1,55 millones de kilómetros cuadrados: tres veces España.

“La AMP -ha explicado Andrew Wright, secretario ejecutivo del CCAMLR- tiene por objeto ofrecer protección a las especies marinas, la biodiversidad, los hábitats y las áreas de alimentación y cría de animales, así como también preservar sitios de valor histórico y cultural. Esta decisión representa un nivel de cooperación internacional casi sin precedentes en la gestión de un extenso ecosistema marino con importantes hábitats bénticos y pelágicos”.

Tras la decisión de Hobart, el 72% de esta inmensa, descomunal área marina protegida estará a partir del 1 de diciembre de 2017 completamente vedado para la pesca, que se permite en la zona restante solo para fines científicos. La decisión del CCAMLR solo tenía un precedente, el Área Marina Protegida de Orcadas del Sur (94.-000 km2), acordada en 2009; pero señala el camino a seguir por la comunidad internacional en su toma de conciencia global frente al cambio climático y el cambio global. Se trata de preservar el ecosistema intacto, como un verdadero santuario de krill, ballenas, focas, pingüinos de Adelia y miles de especies, en contraste con otras zonas de la Antártida, que empiezan a estar castigadas por la presencia humana, por la pesca clandestina o por la incontinencia del turismo.

Si se animan, no es difícil ver a diario, durante el verano austral, uno o dos cruceros, con base en Punta Arenas, tomando fotos en Isla Decepción. Y por cincuenta mil dólares, vacaciones exclusivas en el Polo Sur. No es la aventura que soñó Julio Verne, quien acertó en tantas previsiones, anticipando submarinos, reactores y hasta la llegada del hombre a la Luna, pero no supo predecir la invasión de la Antártida por miles de turistas, móvil en ristre, ellas con pamela plumífera, ellos vestidos de safari. Tal vez, la decisión firme adoptada por 36 Estados en Howard servirá en el futuro para poner coto a algunos excesos actuales, y permitirá ampliar algún día el mismo nivel de protección al resto del continente y a todos los mares de la Antártida.

Fotos: Asís Fernández-Riestra