Día 92, sábado 4 de febrero de 2017, San Auxilio. Punta Arenas. A bordo del Hespérides.
El Hespérides surca Tierra del Fuego; aunque parezca contradictorio decir que un barco navega por tierra, en este caso está justificado, porque nos encontramos en el corazón de un laberinto de rocas, islas, islotes, montañas que se abalanzan sobre el paso estrecho; ensenadas que de pronto se abren inmensas y vuelven a ahorcarse en pocas millas, glaciares que se derraman en el mar, mar dulce y salado por el que saltan divertidas las toninas, maravillosos delfines de piel gris, brillante, inteligentes, pacíficos, alegres, más rápidos que el barco.
Nos encontramos en un lugar mágico del planeta, sin miedo a equivocarnos: los Canales Fueguinos, ese trozo extremo de Sudamérica donde el continente no quiere acabar y la cordillera de los Andes, rota geológicamente, aflora a su capricho en una sucesión interminable de islas. No sé si comparables a los fiordos noruegos, desde luego nada que ver con el paisaje de las rías gallegas, los canales fueguinos son de hechura cinematográfica: el plató donde rodar Las montañas de la locura, con guión de Lovecraft, o donde representar la ópera El origen del hombre, con libreto de Darwin y música de Fitz Roy.
La música atormentada del capitán inglés, que estuvo aquí a punto de suicidarse, como hizo su antecesor en el mando del Beagle, Pringle Stokes, quien se descerrajó un tiro en la sien y estuvo varios días agonizando en Puerto Hambre. El nombre lo dice bien: Puerto Hambre fue la colonia fundada en 1584 por el navegante pontevedrés don Pedro Sarmiento de Gamboa, por orden del rey Felipe II, quien nunca pudo imaginar a qué tierras y a qué mares enviaba a sus descubridores, a morir de hambre.
Faltaban casi tres siglos para el viaje que cambió para siempre la percepción sobre el origen de la vida y del hombre, el viaje de Charles Darwin. Nosotros, que formamos parte de una expedición científica, debemos mirarnos en el espejo de Darwin, la mente científica por excelencia. “Darwin me enseñó a leer la Naturaleza como si fuera un libro”, escribe Gerardo Bartolomé en la preciosa biografía La traición de Darwin, cuya lectura les recomiendo. La Naturaleza se muestra a sus ojos, y a los nuestros, como un libro abierto: donde otros solo vieron piedras con dibujos, Darwin ve por primera vez fósiles —en el Portillo de los Andes, a 1500 m de altura—; y donde hay un valle glaciar, deduce que hubo alguna vez una montaña, vaciada por la erosión y el río durante… ¡mil quinientos millones de años! La mente de Darwin triangula el valle y calcula los sedimentos que faltan. Va sumando indicios, evidencias científicas peligrosas que contradicen el Génesis, “no puede ser que todo esto se hiciera en siete días”, y de su análisis nace el evolucionismo, aquí, entre esta Isla de Navarino por lo que ahora cruzamos, ante Puerto Hambre —cerca de Punta Arenas, donde recalaremos— y en los valles andinos que asciende desde Valparaíso.
Es esta naturaleza brutal y descarnada de los canales fueguinos la que provoca en Darwin la catarsis del conocimiento, el giro copernicano que nos saca del pensamiento bíblico. Por todo ello, el creyente y piadoso capitán Fitz Roy está aquí mismo varias veces a punto de suicidarse, siempre la pistola cargada en el cajón de su despacho, y acabará haciéndolo años después. No pudo resistir la pesadilla de haber causado con su viaje, el glorioso viaje del Beagle, que la Teoría de la Evolución pusiera en cuestión la mismísima existencia de Dios. Lo recuerda desde entonces un promontorio de los canales fueguinos, bautizado por Darwin como No God (Sin Dios). Este es el paisaje natural y sobrenatural por el que navega airoso el Hespérides.