Día 35, viernes 9 de diciembre de 2016, Santa Gorgonia, Isla Livingston.

La sensación fue tan intensa que he tenido necesidad de llorar. Hace tiempo que renuncié a aquella estupidez de que los niños y los hombres no lloran. No lloran las personas capadas emocionalmente. No llorar, por dentro o por fuera, ante la belleza de la Antártida, sería un síntoma de analfabetismo emocional. Que también se aprende, cada día, a dejar atrás la torpeza y las represiones aprendidas y a resintonizar con la vida en otro canal.  Es el concepto, o quizás mejor sensación, que he tratado de explorar en un ensayo de próxima publicación, Mayo iraní: La primavera persa [Libros.com]: cambiar el chip que llevamos en el ombligo (masculino, eurocentrista, católico, etc., cada cual el suyo) y abrir las puertas de la percepción.

En este mismo año 2016, que acaba fructífero, Irán me abrió los poros a mundos desconocidos, nunca antes sentidos: ahora la Antártida me abre las ventanas mentales y sentimentales de par en par. Esto fue lo que me ocurrió ayer en la pingüinera de Caleta Argentina, una pequeña playa de Isla Livingstone donde viven, sin leer el periódico y sin Internet, una colonia de pingüinos papúa.

081216_babrosa-juan-nilo-pinguinera-600Fui a visitarlos en compañía de dos especialistas internacionales de máximo prestigio, los ornitólogos Andrés Barbosa, a quien cantamos ¡cumpleaños feliz! al pie de la pingüinera, y el argentino Juan F. Masella. Nos acompañó David Hita, sherpa de la Base Juan Carlos I, porque la subida y bajada con raquetas a través de nieve en polvo no fue fácil, y por razones de seguridad. Aquí todo es extremo: en media hora, una tarde soleada puede convertirse en un peligroso huracán. Una de las labores urgentes al abrir la base ha sido proveer refugios con provisiones en varios puntos de la isla. Por suerte, la tarde soleada nos permitió contemplar la pingüinera, y toda la bahía donde acampa plácidamente nuestra colonia científica.

Llevaba el corazón en un puño al pisar de nuevo la Antártida después de treinta años: todos los recuerdos y sensaciones de entonces -y tres décadas de mi vida en sepia- revoloteaban por mi cabeza como los charranes que protegen su nido; pero fue al remontar el collado y contemplar la isla, de frente el mar y una procesión de pequeños icebergs, al oeste las lenguas de glaciar desembocando en la bahía…, ¡tanta belleza!, fue entonces cuando las ventanas de la percepción se abrieron sin miedo y rompí a llorar de pura alegría y emoción. Una bocanada de aire, gélido más que fresco, fue secando las lágrimas mientras bajábamos hasta la orilla, felices y divertidos, rodando por la nieve.

¡Cómo podría dejar de cantar cada mañana «Gracias a la vida, que me ha dado tanto…»!

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