Día 89, miércoles 1 de febrero de 2017, San Pionio. Mar de Hoces / Drake Passage. A bordo del Hespérides.
Don Benito Pérez Galdós, que bajo su flemático bigote era un guasón muy divertido, compara los antiguos buques de la flota española en la batalla de Trafalgar con catedrales góticas, y al buque insignia, el Santísima Trinidad, con El Escorial. Más modesto, hace unas semanas llamé en estas crónicas al buque Sarmiento de Gamboa, “catedral del mar”, sin conocer el texto de don Benito: hay que escribir menos y leer más. De modo que me he puesto a leer Trafalgar en el mejor sitio que pueda imaginarse: a bordo del nuevo Escorial de la Armada Española, el Hespérides.
La lectura acompaña deliciosa este fin de semana, tan pacífico a bordo que nada interrumpe la calma, ni siquiera el mar encrespado que veo por el portillo, fondeados a dos millas de la Península Byers, donde un grupo de investigadores inician hoy una estancia en un campamento internacional: quince días a la intemperie, tiendas ligeras y laboratorios en iglús, a temperatura ambiente. Vivirán sin redes, apenas un hilo de comunicación con la Base Juan Carlos I para emergencias, cocinando por turnos en un hornillo, recogiendo todos los residuos, incluidos los humanos, para su reciclaje; conviviendo entre ellos, y haciendo amistades entre focas, pingüinos y elefantes marinos.
Quince días duros, pero no vi a ninguno ir con pena: antes de partir, la Camareta de Oficiales y Científicos del Hespérides era una fiesta; echaban humo teléfonos y portátiles con los últimos recados; se preparaba el instrumental, desde un delicado y exclusivo percutor para medir la antigüedad de las rocas, comprado en Suiza, hasta ingeniosos sistemas de I+D+i casero, como soportes construidos con tapones de botella para sensores i-buttom, capaces de registrar datos durante dos invernadas. Nadie se iba a Byers preocupado, todos contentos, centrado cada uno en su especialidad, y hay unas cuantas: geógrafos, físicos y glaciólogos que estudian el permafrost (suelo congelado) o el avance y retroceso de los glaciares; especialistas en paleomagnetismo como el veterano Jerónimo López y su equipo; o biólogos y ecólogos preocupados por la introducción en la fauna antártica de especies invasoras y sus posibles efectos en la biodiversidad.
El calendario milagroso
Mientras el buque Sarmiento de Gamboa regresa al puerto de Vigo, de donde partimos en noviembre, el Hespérides ocupa este tramo central de la campaña antártica, la más extensa y ambiciosa de la historia española, y acoge con hospitalidad a los equipos de distintas universidades y disciplinas que van y vienen, cada cual con sus objetivos, sus equipos, sus necesidades distintas, y su imposible calendario, que el responsable de la campaña, Miki Ojeda, va cuadrando milagrosamente.
Los equipos van y vienen, y las aventuras se suceden: escucho extasiado de cada uno su historia, su proyecto y sus vivencias; los chilenos que hacen submarinismo bajo el hielo para encontrar cangrejos diminutos; los locos del temerario velero Geluk, bailando el vals de las nueve olas, rescatados por el Hespérides de un naufragio seguro; la pingüinóloga que en la Base Gabriel de Castilla etiqueta frascos, tubos y muestras, y hace las mochilas para regresar a casa, tras cruzar de nuevo el Paso Drake, o el Mar de Hoces, si lo prefieren, no pienso discutir a cuenta de un marino extraviado en una terrible tormenta. Todo el mundo tiene derecho a perderse en sus mares.
Esta semana, en la que se cumplen ochenta días de campaña, será de transición: equipos que se van y relevos que vienen, haremos dos veces el Drake, ¡con buen tiempo!, no hay otra alternativa posible en esta campaña que se desenvuelve con tan buena estrella, en la que nos esperan aún días de navegación en las espectaculares zonas del Estrecho de Bransfield y la Tierra de Palmer.
Van y vienen amigos y amigas de los que me costará despedirme, ni con cuatro pintas de cerveza calafate servida en El Colonial, pero vienen nuevos investigadores, como el vigués Mariano Lastra, y haremos una nueva familia. Por ahora, solo este cronista permanece a bordo desde el primer día, 80 singladuras, y aún me quedan unas cuantas, cosa de la que algunos se extrañan, sin advertir que ha sido el tiempo más rápido y gozoso que ha pasado en mi vida, en décadas. Necesitaría seis blogs para contarlo todo: por ejemplo, cómo hoy, al despertar, vi por el portillo resoplar una ballena. Preparé un café potente, me abrigué bien y salía a la proa del Hespérides, a devolverle los buenos días.
No es fácil acostumbrarse a desayunar con cetáceos; y como estos días he leído uno de los libros más espléndidos que recuerdo en muchos años, La tierra de Jules Verne, de Eduardo Martínez de Pisón, del que si hay tiempo hablaremos otro día, tengo a cada momento la tentación de pensar que vivo en una novela de Verne, en la que los buceadores chilenos son amigos del capitán Nemo, rescatamos a los náufragos del Geluk, y el Kraken nos acecha entre los icebergs de Caleta Cierva. Me despierta del sueño el resoplido de una ballena, el vuelo de un skúa, los saltitos de un pingüino barbijo, el crujir de los huesos del Hespérides: cosas tan increíbles que empiezo a dudar dónde acaba la ficción y dónde empieza la realidad.
Como diría Galdós, “¡Cuánto misterio!”.