Día 38, lunes 12 de diciembre de 2016, Santa Mercuria, lat. 62° 14′ S Lon. 58° 49′ O, Campamento Byers.
Hay varios viajes en cada viaje. La derrota que sigue el barco, una tras otra singladura, cruzando paralelos hacia el Sur, saltando meridianos hacia el Oeste, esquivando las borrascas con su navegación meteorológica, llevándonos a buen puerto.
Hay un viaje científico: esta Aventura de la Ciencia, alentada por la preocupación y la sensibilidad social por un mundo mejor, un planeta limpio. Ese viaje nos trae a la Antártida para estudiar las alarmas del calentamiento y el cambio climático. Stop.
Luego está el viaje literario: el relato, real o ficción (a veces es difícil distinguirlo) de cuantos nos han precedido: Stevenson, Conrad, Jack London, Verne; pero también los cuadernos de bitácora de Cook, Malaspina o Darwin. Hoy, anclados ante la base española en Isla Livingston, y sin que faltara a la cita un té Inspire, mi favorito de lateteraazul, escogí la lectura de un viaje literario deslumbrante por su sabiduría y buen humor: La tierra de Julio Verne, de Eduardo Martínez de Pisón, alpinista, geógrafo, pionero de la Antártida.
Está, por fin, el viaje interior, personal, la sedimentación de cuanto el viajero vive y, sobre todo, siente, el viaje de las sensaciones. Como las vividas ayer visitando el glaciar Johnson en Isla Livingston: una colosal lengua de hielo sobre la que hace 30 años el volcán de Isla Decepción depositó una capa de ceniza y lava, que ahora se entremezcla con vetas de nieve y nos regala belleza en estado puro.
Cada atardecer procuro encontrar un momento de silencio (aunque el barco es una caja mágica llena de ruidos) para ensamblar esos cuatro viajes: el itinerario del día, los retos de la investigación, la lectura que ensancha horizontes y el viaje interior, similar al que Verne imagina hacia el centro de la Tierra, que Georges Sand describe como un gran hueco tapizado de gemas y diamantes.