Día 40, miércoles 14 de diciembre de 2016, San Abundio, Base Bellingshausen.
Pasas frente a un letrero de madera que reza «Base Bellingshausen»; se diría que entras en territorio ruso, pero no hay guardias con gorro de astracán que pidan el pasaporte ni nada parecido. Llamas a la puerta de una especie de barracón y te abre un ruso rubio, de ojos azules, sonriente. Te quitas las botas embarradas y pisas la moqueta cálida. El doctor Ylia, cirujano, me enseña el quirófano de campaña donde ayer mismo tuvo que hacer una leve operación, y la camilla de masaje donde vienen a tratar sus dolencias reumáticas todos los quejosos de la Isla, sin distinción de nacionalidad. Estamos para lo que estamos. Luego, su compañero Alexey se sienta en el sillón de dentista y bromean para la foto una dolorosa extracción.
Acabo de conocerles y se diría que somos amigos de toda la vida. Ylia tiene una amiga en Barcelona -no me queda claro si algo más que amiga- y chapurrea castellano con soltura. Alexey se empeña en acompañarme a visitar la capilla ortodoxa de la Trinidad donde me maravillan los retablos traídos pieza a pieza desde Moscú. Es la capilla ortodoxa más al sur del planeta. Aquí, en Isla Rey Jorge, todo es lo más austral: el aeropuerto, la escuela más austral y la Villa Las Estrellas, donde viven de modo permanente unas cuantas familias chilenas.
Con ellas comparten la isla ocho bases científicas: chilenos, argentinos, chinos, peruanos, coreanos, uruguayos, rusos y polacos. En ninguna nos han pedido el pasaporte, pero andamos peregrinando de una a otra, poniendo sellos como coleccionistas jacobeos. Territorio sin fronteras. Patria de la Ciencia. Me gusta la Antártida.