Día 95, martes 7 de febrero de 2017, san Drausio. Punta Arenas.
Quienes andamos navegando por los mares de la Antártida —el Hespérides de recalada en Punta Arenas; el Sarmiento de Gamboa llegando a Vigo— sentimos cercano el apoyo de muchas personas que siguen nuestras singladuras con una mezcla de admiración y respeto: en la Antártida se han escrito páginas tan excelsas de la voluntad sobrehumana que todo cuanto es antártico se convierte en heroico. Pero no nos confundamos: la XXX Expedición Científica Española a la Antártida, y todas las demás expediciones internacionales de este verano austral 2016/17, no tienen nada de heroico.
Nuestro viaje por el Mar de Hoces o Drake Passage, o nuestras visitas a las bases científicas en Livingston y Decepción, son un crucero de placer si lo comparamos con las condiciones de viaje de los oficiales y marineros del Victoria, el Beagle o el James Cairn.
El Victoria, construido en los astilleros de Zarauz hacia 1500, fue la nao o carraca en la que Magallanes, y luego Elcano, dieron la primera vuelta al mundo. Tenía 28 metros de eslora, de proa a popa, y 7 de ancho; una bañera para 42 tripulantes. He subido hoy a la cubierta del Victoria, a su exacta reproducción varada en la playa de Punta Arenas, y me cuesta trabajo entender cómo, en qué condiciones, viajaban a bordo 42 personas. Sin neveras ni impermeables, sin pastillas contra el mareo ni podcasts: 42 personas achicharradas en cubierta al cruzar el Ecuador, y sometidas al escrutinio de los vientos el resto del tiempo.
El HMS Beagle, buque de Su Majestad, en el que navegaron durante cinco años Fiz Roy y Charles Darwin, era casi igual al Victoria: 27,5 de eslora por 7,5 de manga, y 74 tripulantes. ¡74 personas hacinadas, durmiendo en jergones o hamacas, a temperatura ambiente, la del ecuador o la de Patagonia, con provisiones escasas de comida y agua.
Un tercer barco, que no pasa de lancha, encarna aún más los tiempos heroicos: el James Caird en el que Shackleton salvó a sus hombres atrapados en la banquisa polar. El Caird, bote salvavidas del Endurance, tenía 6,9 metros de eslora, y en él seis navegantes lograron llegar desde el Mar de Weddell hasta Isla Elefante, dar la voz de alarma y regresar entre los témpanos en busca de sus compañeros. Shackleton no perdió un solo hombre de su expedición: todos regresaron a casa sanos y salvos.
Su heroísmo, el de los navegantes anónimos del Victoria, del Beagle y del James Cairn, nos toca el alma sensible cuando visitamos el curioso museo de Punta Arenas, en el que tres reproducciones a tamaño real nos permiten reconstruir aquellos episodios heroicos. Aquellos sí: basta con meterse en las bodegas del Victoria, o en el camarote-estudio donde Darwin pergeñó los primeros apuntes de su teoría de la evolución, para comprender hasta qué punto llegó el heroísmo de aquellos valientes. Nada que ver con la expedición que reemprende mañana el camino de la Antártida, con aire acondicionado, grandes neveras y pañoles despensa, y unos sofisticados instrumentos de navegación que harían palidecer de envidia al capitán Nemo. Nuestro barco es grande y nuestro heroísmo es diminuto; en los héroes de la Antártida, sus barcos son pequeños; su heroísmo, inmenso.