Les propongo construir juntos un edificio de seis pisos, de tamaño similar a la catedral de Santiago. Disponemos de un solar de 70×15 m, unos 1000 m2, algo mayor que la planta compostelana, que tiene 940 m2, sin los brazos del crucero.
Queremos que el edificio sea autosuficiente, capaz de producir su energía o su agua potable, de contener todo lo necesario para que los vecinos sobrevivan sin bajar al supermercado. Queremos, además, que el edificio se mueva y flote; esto es importante, que flote, que sea una especie de Arca de Noé, donde pasar cuarenta días y cuarenta noches cantando bajo el Diluvio.
Tendremos que aprovechar muy bien el espacio para colocar todo y que funcione: el modelo ergonómico podría ser el cuerpo humano, con sus huesos, sus nervios, sus venas y arterias, los músculos, la piel, las tuberías de desagüe, todo en su sitio. Todos los sistemas deben complementarse sin interferencias.
¿No les parece un reto mágico? Desafía las leyes de la ingeniería y entra en el mundo de las ideas: conseguir que la catedral de Santiago, construida en acero, y sin la Berenguela, navegue. Parece también un desafío a la razón: el Titanic (7.532 m2, equivalente al Bernabéu) perdió la apuesta, pero hay buques más grandes que no se han ido a pique, como el famoso Queen Elizabeth (313 m de eslora por 36 de manga, una hectárea flotante).
En nuestro solar, de forma alargada como la nave de la catedral, vamos instalando depósitos (de gasoil, agua, aceite, lastre), motores, compresores, generadores de energía, depuradoras de aguas, desaladoras con filtro ultravioleta capaces de limpiar, no ya gérmenes, sino virus. Vamos buscando los huecos y pañoles para cada cosa, y enlazando cada sistema con su propia red nerviosa: la energía generada por el gasóleo debe mover la hélice y, transformada, calentar la cocina, enfriar la gambuza, congelar los víveres para varios meses, renovar el aire acondicionado, iluminar el puente y dar gratis 220 voltios al portátil en el que les escribo. Las aguas limpias, negras y grises suben y bajan por distintas tuberías, como en toda casa decente, y se reciclan antes de volver a la mar. Como somos ecologistas, pondremos en el edificio cubos de basura para papel, plástico, orgánico, aceites, baterías, etc.
La comunidad nos exige que llevemos extintores, mangueras, equipos de salvamento, una hélice de proa acimutal, otra transversal a popa, motor de emergencia por si falla el principal y repuestos del más mínimo fusible o tornillo: recuerden que una vez dentro del edificio flotante, no podremos bajar a la ferretería. De modo que convendrá tener entre los vecinos a manitas multi-oficio, electricistas, engrasadores, pintores, carpinteros de ribera, o maquinistas capaces de reparar un motor de 1440 kW, o enviar una sonda a 5000 metros de profundidad, porque además nuestra casa no va de paseo, es un laboratorio flotante con equipos de sísmica, biología, oceanografía…
Conviene que en el restaurante del edificio se coma bien, los sábados cocido gallego y los domingos vermú, por el buen humor de la comunidad; y que haya alguien en la planta superior capaz de leer radares, cartas de navegación, mapas; y llegado el caso, que sepan medir la distancia de las estrellas con el sextante.
Nos faltará aún, para completar el complejo entramado de bodegas, sótanos, cámaras, escaleras, pasillos y habitaciones, pañoles, laboratorios, señalizar cada cosa, que haya mantas, chocolate, balizas, balsas de salvamento, prismáticos para contemplar los pájaros y un télex que avise cuando haya piratas en las costas de Mauritania. Con todo esto, y unas cuantas cosas más que no caben aquí, y no entiendo cómo caben en nuestra Caja Mágica, habremos construido un buque oceanográfico: el Sarmiento de Gamboa.
Su jefe de máquinas, el santanderino Benjamín Lecuona, me ha guiado en una detenida visita por las tripas del barco. Necesitaría muchas páginas para contar cada detalle, pero solo dos líneas para compartir la sensación gozosa de aprender de alguien que ama su trabajo y lo hace a conciencia.
La gozosa sensación de navegar en esta Gran Jangada, como diría Jules Verne; pero quizás sea más exacto describirla como una verdadera Catedral del Mar.