Día 126, viernes 10 de marzo de 2017, san Macario, Lon 58º 52 S, Lat 62º 52 W.
El Hespérides navega rumbo norte, alegre y desenvuelto, a 12 mph, por las solitarias aguas del Paso Drake; se acerca, para mí y para todos, el final de la XXX Expedición Científica Española a la Antártida.
La vista tiende a nuevos horizontes: familia, amigos, proyectos en mente, agendas que se desperezan, salen de su letargo y abren las páginas en blanco, deseosas de una cita al llegar, una visita pendiente, una llamada o un compromiso, tras cinco meses de ausencia. La mente se proyecta hacia el futuro, pero la piel se resiste a seguirla en este nuevo suicidio de las ballenas, esta ceremonia de la obsolescencia antártica programada: su yogur caduca mañana, su viaje a la Antártida tiene fecha de caducidad.
Mientras la mente viaja anticipando vuelos y hoteles, la piel se niega a irse, y regresa, para quedarse definitivamente en la Isla de la Media Luna, donde ha sido feliz. La piel erizada de sensaciones ha conocido en Media Luna la paz. Huelga añadir “infinita”, porque todo en la Antártida es infinito: el aire, el hielo, la luz, el mar y el tiempo. Media Luna tiene forma de luna creciente, iluminando cada veintiocho días las cercanas islas Greenwich y Livingston, donde está la base Juan Carlos I.
Desembarqué en Media Luna con los hidrógrafos y geólogos, para retirar un mareógrafo y hacer mediciones del satélite europeo Galileo. Un día espectacular, encargado por los meteorólogos de AEMET en la lonja del tiempo antártico, donde escasean los días de oro. La mar plácida, temperatura primaveral, la isla sembrada de pingüinos, focas y leones marinos. Como el mareógrafo no estaba en su sitio, arrancado por el viento de 40 nudos que trajo la última e intensa nevada, recorrimos la playa de punta a punta hasta encontrarlo. El placer de pasear por una playa de la Antártida, sobre cantos redondos y ovalados, pulidos por la Naturaleza: millones de años rodando por los fondos de algún glaciar. La sabia Naturaleza conoce la fórmula matemática de los huevos de piedra, cuyo perfecto diseño intentan copiar los humanos.
Luego, he admirado durante un buen rato, sentado junto a la orilla, frente a una cadena de montañas y glaciares, la danza sincronizada de focas y leones marinos. Tan torpones en tierra, tan ágiles y gráciles en la mar. Una foquita exhibicionista, desnuda de cuerpo entero bajo su abrigo de foca, vino hacia mí nadando, y tras varios movimientos de natación sincronizada, de un salto subió a una roca y posó sin pudor para mi cámara. Se tumbó al sol con la piel brillante, como aceitosa, recién bañada entre los icebergs y bras que deambulan por la bahía y nos contemplamos uno a la otra, largo rato. Tuvimos no sé qué
conversación, a solas, nos sentíamos dueños de toda la isla: Robinson y Viernes en Media Luna.
Le conté que se me agotaba el tiempo de felicidad en Media Luna Creciente: le di mi wasap, me dio su Facebook, saltó por el aire y desapareció bajo unos trozos de hielo flotante.
Cuando di la vuelta, cien cámaras nos enfocaban, a mis espaldas, cien turistas con anoraks rojos, todos iguales, habían invadido la playa, procedentes de un crucero fondeado en la bahía. Una plaza, 15.000$ de placer invertebrado. Me pareció que estaban profanando la Antártida, y esta isla hacia cuyos cuernos de plata vuelan ahora los poros de mi piel, mientras me alejo, como el Cid por la estepa castellana: sangre, sudor y sed, el Hespérides cabalga.
La Foca y yo: