Día 115, lunes 27 de febrero de 2017, san Geroncio, Isla Livingston.
Los días comienzan a ser más cortos y las temperaturas más frías: vamos hacia el invierno polar, del que hoy hemos tenido un anticipo. El Hespérides se encuentra navegando en el archipiélago de las Shetland del Sur, cercanas entre sí: ayer cenamos en Isla Rey Jorge y, tras una noche de travesía, amanecimos en la península Hurd de Isla Livingston, frente a la Base Juan Carlos I.
Allí desembarcó el último relevo de esta larga y compleja campaña, la XXX Expedición Científica Española a la Antártida, iniciada por el Sarmiento de Gamboa en noviembre. De momento, todo transcurre mejor que bien; el Hespérides ha acabado su tarea de correo real y nos quedan por delante quince días distintos a todo lo anterior: dos semanas de sondeos y batimetría para conocer y dibujar los fondos marinos. Tarea valiosa para una navegación segura: las cartas marinas siempre fueron alto secreto de Estado, ¡bien lo supo Colón!, y alguna parte sigue siendo información reservada.
Días cortos y fríos, menos horas de luz: urge aprovechar el tiempo, pero un viento de cuarenta nudos ha retrasado la navegación, a cinco millas por hora, bordeando toda la cara sur de Livingston hasta la Isla de la Media Luna, donde comenzamos a sondar. Half Moon Island está justo en el estrecho de McFarlane, entre las islas Livingston y Greenwich, de evocaciones londinenses, de modo que hemos navegado el canal flanqueados por dos murallas montañosas de picos afilados, crestas puntiagudas, por cuyas laderas los glaciares vierten directamente al mar. Por primera vez en este viaje, he sentido la fuerza del mar en el rostro clavando alfileres: la tarde muy soleada, brillante, cristalina; la mar picada, en rizos platas y azules; y el viento racheado de cuarenta nudos. Bien abrigado, y agarrado con las dos manos a la barandilla, o al estay de proa, he desafiado al viento para contemplar la silueta nevada del monte Freesland (1700 m), sintiéndome feliz, ligeros los pies como los de Aquiles, listo para volar, sin otro talón que el fin del viaje, cada día más cerca.
Me piden que cuente historias humanas, curiosidades de cómo se vive a bordo del Hespérides: bien, gracias. Alguien habrá que tenga quejas, en el mundo hay gente “pa tóo”; no es mi caso: solo puedo hablar de un trato exquisito y deferente, de atenciones y mucho compañerismo, con la dotación del barco y con los técnicos e investigadores del IHM que trabajan a bordo. El día a día del barco incluye desayuno, bocata de media mañana y dos comidas, de dos platos y postre; y como el equipo de cocina lo borda, he tenido que pasar a la dieta de plato único. Un arroz a banda, una fabada de aplaudir con las orejas, secreto ibérico… hoy mismo un marmitako de chuparse los dedos, no hay modo de resistirse.
Dispongo de un camarote con baño completo y mesa de trabajo, que comparto cuando es necesario, en los tránsitos en los que se llena el autobús. En la última ronda hemos sido el ciento y la madre; viendo el desbarajuste es difícil comprender que yo estuviera a punto de quedar varado en Punta Arenas en diciembre, porque entraban 53, pero no 54… Son los misterios insondables de la Antártida hispánica: todo es bastante complejo, difícil, enrevesado, y al final todo se resuelve con facilidad y soltura. No he visto a los oficiales y marineros del Hespérides pestañear ante ninguna dificultad. Si hay viento, a la capa; si hay mar de fondo, el buque arranchado a son de mar; si hay que bajar a tierra con dos zodiacs, se baja; si hay que hacer hueco y ser hospitalarios con investigadores colombianos o chilenos, aquí está el buque de la madre patria para acogerlos. También somos madre patria con los búlgaros de la base St. Kliment, que ya son de casa, y con tanta confianza, que nos han dejado sin jamón. Para celebrar el cumpleaños del profesor Christo Pimpirev —decano de la investigación antártica— han colocado guirnaldas, y con ayuda de unos chupitos de rakía cantamos todos a coro, en búlgaro.
En el día a día se trabaja duro, a turnos, guardias, a ritmo de samba; el barco no descansa, 24 horas sobre 24, la mar requiere atención permanente: el puente no duerme, la máquina no para, la cocina no cesa; pero, de vez en cuando, otra alegría: un espectáculo de ballenas al atardecer, un paseo por Caleta Cierva subiendo a un iceberg o una foca leopardo con las fauces sangrantes: ¡pobre pingüino! También nosotros hoy hemos encetado un jamón ibérico de no te menees, y el casco rojo del Hespérides lo ha celebrado atravesándose a la mar para plantarle cara a los cuarenta nudos, y subiendo.
Sin embargo, la expansión favorita de todos es bajar a tierra, visitar las bases antárticas, que hay muchas, y el Comandante hace malabares para que podamos visitar cuantas más, mejor. En pocas semanas, siempre que el trabajo lo permite, hemos estado en Palmer, Port Locroy, Booth, Cuverville, Caleta Cierva, O´Higgins y en Rey Jorge, donde cohabitan nueve bases de otros tantos países, cuyos comandantes compartieron ayer una cena de confraternidad a bordo. Es fácil comprender las ganas que tienen los marineros, y todos, de “pisar donde pisa el buey”, en este caso, donde anidan los pingüinos.
Los de Port Locroy saludan con la patita, de amaestrados que están. Locroy fue una base secreta inglesa durante la II Guerra Mundial, reconvertida luego en base científica y cerrada en 1962. Desde 1996 es un museo, administrado por el UK Antarctic Heritage Trust, por el que pasan 15.000 turistas al año, y les aseguro que no es fácil llegar hasta la Isla Wiencke, donde se encuentra, al sur de la Costa Danco, casi en el paralelo 65º. Con quince mil visitas, pueden ustedes imaginar que los pingüinos están aburridos de posar para los selfies.
Muchos han comprado postales, imanes, camisetas y toda clase de souvenirs. Yo aproveché para hacerme con un magnífico mapa de la zona, el del British Antarctic Survey: ya hablamos de la importancia de la cartografía. La base Locroy se conserva tal cual estaba en los años 50, de modo que el visitante puede leer en la cartografía de sus paredes cómo era la vida cotidiana en una base antártica. Las estanterías llenas de botes y latas de conserva, y las habitaciones pintadas con motivos eróticos, revelan la cartografía emocional, la parte sumergida del iceberg.
Es fácil imaginar que la vida entonces era dura; a su lado, lo nuestro es un paseo en un crucero con una tripulación de lujo, la del Hespérides. Un buque preparado para hacer Ciencia, con mayúsculas, donde toda la navegación y maniobras se supeditan al cumplimiento de un intenso programa: más de treinta proyectos han pasado en esta campaña por la cámara de oficiales y científicos, donde nos reunimos a conversar y a ver una película de vez en cuando; y el barco es tan marinero, tan fachendoso, tan suave y elegante en sus formas y andares, que a veces es difícil saber si estamos parados o navegando a doce nudos.
La hospitalidad, y las facilidades y atenciones del comandante Aurelio Fernández Dapena, de los oficiales y de toda la dotación, hace que todos, investigadores y científicos nos sintamos “en casa”. Mucho más a gusto que los pingüinos de Port Locroy.
Valentín, muchas gracias por seguir manteniendo viva la llama antártica desde la tierra firme. Un abrazo