Día 101, lunes 13 de febrero de 2017, Isla Decepción.
Me despedí de Punta Arenas —ciudad a la que espero volver algún día, porque toqué y besé el pie del indio en la plaza de Magallanes— con un pequeño homenaje al gran explorador de la Antártida, Shackleton.
Después de perder el Endurance, atrapado por el hielo en el Mar de Weddell, y después de sobrevivir todo el invierno austral a la deriva en un iceberg; y de arribar, aún no se comprende bien cómo, a Isla Elefante, Shack consiguió llegar a Punta Arenas en busca de auxilio. Allí, acudió a casa del hacendado portugués José Nogueira, casado con la rusa Sara Braun, la mujer más importante en la historia de Punta Arenas. Esa misma casa, a cuya puerta llamó Shackleton exhausto, es hoy el Palacio Sara Braun, convertido en club y hotel, donde un elegante pub de estilo colonial recuerda al explorador, el Pub Shackleton.
Antes de zarpar de nuevo hacia la Antártida, me tomé mi respiro: una pausa de meditación y silencio, con un té intenso de lateteraazul, que me preparó cuidadosamente el maitre, Mauricio. Sorbo a sorbo, quise tener presente, en este viaje maravilloso que ahora recomienza, la enseñanza de Shack: lo primero, las personas.
En las condiciones más penosas, la obsesión de Shackleton era regresar con todos sus hombres a casa. Y lo consiguió. También a mí, hoy me importan los pingüinos y los icebergs, los volcanes y los océanos, pero mucho más me importa el rostro humano de la aventura. Mucho más difícil de conocer, por cierto, que el más lejano de los glaciares.