Día 121, domingo 5 de marzo de 2017, santa Oliva, Isla Livingston.
Cuatro meses por las montañas de la locura, desde que partí del puerto de Vigo el 5 de noviembre pasado. Ya formo parte del mobiliario del Hespérides, he visto llegar y marchar a doscientos investigadores, técnicos, marineros, periodistas e invitados de otros países en tránsito. Me cabe el honor y el privilegio de ser el único que hará la campaña completa, del primer al último día, veinte semanas bebiendo la Antártida, sorbo a sorbo, sin desperdiciar una gota. Antártida nutriente y despiadada.
Se acerca el final del viaje: dentro de una semana, si el tiempo lo permite, estaremos cruzando el Paso Drake —será mi 8º Drake—, rumbo norte, hacia Ushuaia, donde el 16 de marzo finalizará la XXX Expedición Científica Española a la Antártida. Los científicos y científicas de más de veinte proyectos, y otras tantas especialidades, volverán a sus departamentos y laboratorios, cargados de muestras congeladas a -20º, o clasificadas para un análisis que llevará meses, tal vez años. Solo quedará en Isla Livingston un grupo de trabajadores de la UTE Antártida, hasta el 30 de marzo, finalizando las obras de la nueva base. Se queda aquí también, impasible, toda la Antártida en su desgarradora inmensidad y soledad fría.
Me cuesta imaginar cómo será la invernada: cuando llegué no había oscuridad, viví durante casi un mes días de 24 horas, sin noches; y un frío llevadero, de sierra ancaresa o pirenaica, no más. Ahora, los días son cortos, las noches cada vez más gélidas y desoladas, y el viento silba a rachas de 40 nudos, y corta todo lo que acaricia con su aliento. Por capricho, o para regalo de nuestros ojos, ha comenzado a nevar, Antártica hermosa y esquiva, ¿cómo serán, en tu noche polar, los vientos de 150 nudos y las temperaturas de -50º?
El Hespérides lleva días patrullando extensas áreas de Livingston y Decepción para cartografiar el fondo submarino: los hidrógrafos del IHM dibujan, sonda tras sonda, las cartas marinas de un mundo que sigue siendo Terra Incógnita. Frente a la pingüinera de Isla Decepción, donde ya casi no queda ninguno de los 20.000 polluelos criados este verano, el mar nos mece placentero (de placenta: maternal). Pero, cuando se irrita, el viento entra en tromba y nos agita como un sonajero en las manos de un bebé enfadado.
Pasamos en cuestión de minutos* de la tormenta más cruel, de la nieve y el viento, a la sutil caricia de atardeceres dorados, con ballenas cuya sola respiración, como un pequeño géiser sobre la lámina del mar, ensancha los pulmones. El compañero Manolo dice que, además de ballenas, en esos atardeceres de oro ha visto hermosas sirenas, gorditas, sin ombligo, de buen ver y mejor año, de piel suave al tacto y tacto tentador al sueño. No he querido desilusionarle diciéndole que son focas.
O quizás tenga razón Manolo y son sirenas de verdad: ¡quién soy yo para llevarle la contraria a un hidrógrafo de Cádiz!