Día 83, jueves 26 de enero de 2017, San Auxilio. Lon 62º 06, S. Lat. 567º 59´W. A bordo del Hespérides.
[Nota: Debo corregir esta crónica, pidiendo disculpas a las familias de algunos marineros del Hespérides: al poco de embarcarme, se hizo a bordo un ejercicio de seguridad, práctica habitual en los buques, que sirve de entrenamiento a toda la dotación. Se imagina un incendio, una inundación, una fuga de gases… y se aplican los protocolos de seguridad. Los oficiales controlan que la actuación sea correcta, los tiempos de respuesta, y, en fin, que todo el barco funcione como un reloj si se presentase la emergencia real. El ejercicio de formación fue impecable, y yo lo conté en este blog con algunas fotos, parece ser que con tanto realismo que alguien lo tomó como cierto. Lamento el error: no hubo ninguna inundación ni nadie se rompió una pierna; mi paisano Miguel está sano como una manzana reineta, y todos contentos a bordo en una navegación que está siendo realmente espléndida].
Estaba tranquilo en mi camarote, leyendo las primeras páginas de Trafalgar, de Pérez Galdós, contemplando a ratos el mar sembrado de icebergs, frente a la isla volcánica Pinguin, donde el equipo de Jerónimo López estudia el paleomagnetismo, cuando de pronto algo alteró la calma a bordo. Comenzaron a sonar distintas alarmas, para mí todas nuevas, y me asomé corriendo a la Cámara de Oficiales y Científicos. Por el pasillo de proa, corría un grupo de hombres, “cagando melodías”, con cascos y máscaras, con cara de saber a dónde ir en caso de emergencia.
En efecto, los seguí y me llevaron al punto neurálgico de la escena: un sensor había detectado una entrada de agua en la bajada a la barquilla. La barquilla es la parte más baja del Hespérides, a 5,4 m por debajo de la línea de flotación, donde se aloja el multihaz usado en prospecciones oceanográficas, y una vía de agua es lo peor que puede ocurrir a un barco en una zona tan delicada. Cuando llegamos había ya 50 cm. de agua en el reducido cubículo y el mar seguía entrando sin permiso…
Un grupo de marineros del GI, Grupo de Intervención Inmediata, se hizo cargo del problema: provistos de máscaras, descartaron fugas de gases, mientras otro grupo verificaba el corte de corriente. Agua y electricidad, malo. Cuando todo estuvo seguro, dos especialistas bajaron a la barquilla para taponar la vía, al tiempo que otros hombres y mujeres desenrollaban mangueras y alistaban bombas de achique. Las alarmas seguían sonando. Llegó un equipo de bomberos; el ir y venir de avisos en los walkis era continuo. Escondido en una esquina, observé cómo se atajaba la vía de agua, primero con trapos y camisas, luego con cuñas. La situación parecía controlada: a los diez minutos de comenzar el achique, dos hombres dieron el relevo a los dos anteriores; tiempo máximo en el agua helada, a 1º, 15 minutos. El segundo relevo, con los trajes mojados, fue más penoso.
Cuando la vía estaba bajo control, sonó una alarma nueva: “SITREP: un marinero ha tenido un accidente grave, camilla urgente en pasillo de acceso a máquinas. Fin de SITREP”; me fui corriendo detrás del que llevaba el walki y, cuando llegamos, dos compañeros socorrían al accidentado. Me dio un vuelco el corazón: el único de Ponferrada, como yo, Miguel, tirado en el suelo con el tobillo roto, gritando de dolor. El socorro tardó dos minutos, y lo escayolaron in situ. De pronto las alarmas dejaron de sonar y apareció el Jefe de Máquinas, Jesús Martín, sonriente: “¡Chicos, lo habéis hecho muy bien!”.
No sé qué pensar, aún no me ha pasado el susto: me pareció que Miguel tenía la pierna rota de verdad, y todos vimos el agua anegando la cámara de la barquilla, entrando con fuerza. Por si acaso, esta noche voy a dormir con el traje de seguridad.