Día 122, lunes 6 de marzo de 2017, san Agapio, Isla de la Media Luna.

Durante siglos, el trabajo más peligroso a bordo de un barco ha sido el de cocinero. En los pesqueros del Gran Sol, donde anduve faenando con los mariñeiros de Marín, hace ya algún tiempo, el cocinero Chas Chas estuvo a un pizco de ser arrojado al mar. Con la cocina no se juega. A falta de otras compensaciones del cuerpo y del espíritu, la mesa es lo más importante a bordo. El sexo bien, gracias.

A esa necesidad básica se ha sumado otra en los últimos años: Internet. La red global es el alimento, la sonda a la que estamos enganchados, el cordón umbilical por el que recibimos la papilla diaria desde algún rincón del universo. Como adolescentes compulsivos —pero mucho más compulsivos que nuestros hijos e hijas, que se avergonzarían de vernos— hablamos, comemos, dormimos y cag… con el móvil en la mano. Wasap es la nueva religión universal, y Samsung su profeta.

A lo que voy: si Internet falla, la peña se pone muy nerviosa. Por ello, primero en el Sarmiento de Gamboa y ahora en el Hespérides, viaja con nosotros un informático, especialista en telecomunicaciones [UTM del CSIC], Antonio P. Sandoval Díaz, uno de los imprescindibles.

Toñito Sandoval (2)Antonio Sandoval —con quien he tenido el placer de compartir, con Toni Padín, alguna de las cervezas de calafate más placenteras e inolvidables de este viaje— se afana incansable para que cada servicio tenga su poquito de Internet, lo suficiente para funcionar. Nos repartimos entre muchos un par de Mb, una miseria dada la demanda cada día mayor, y creciendo.

Internet tiene ahora en nuestras vidas, también en la Antártida, la posición que en la Edad Media ocupaba el sol: cuando sale, todos lo ven; cuando se pone, todos lo notan. Cuando Internet se pone en el Hespérides, o en las bases Gabriel de Castilla y Juan Carlos I, la oscuridad del wasap nos devora y todas las miradas se vuelven ansiosas hacia Sandoval, el informático que hace malabares, uno de los compañeros más queridos y entrañables, un  pirado de la música y el cine más frikis, siempre bondadoso.

Su último milagro ha sido poner wasap, hace pocos días, a los expedicionarios argentinos que vivían a pan y agua internética, en la Base Primavera de Caleta Cierva, rincón mágico de la Península Antártica, al abrigo del Cabo Spring, quizás uno de los dos o tres lugares que elegiría como lo mejor de este viaje. Los militares y científicos de Base Argentina, que cumple este año cuarenta años, estaban sin Internet, solo con comunicación por radio: Antonio, como una ong andante, se las ingenió para recuperar un par de cacharros de allí -un equipo Inmarsat en pruebas- y un viejo router en desuso, mucho ingenio y trabajo, y consiguió una sólida conexión a la red mundial. Cuando los argentinos —hambrientos, después de meses desconectados del mundo: la doctora de la Base se conectó a bordo del Hespérides y en pocos minutos su móvil descargó más de 1600 mensajes— vieron que tenían Internet, sacaron a Toñito a hombros. Todo fueron besos y abrazos. Antonio Sandoval regresó al barco con la satisfacción del deber cumplido: quizás, si algún día regresa a Caleta Cierva, encuentre una placa o un monolito, “A Antonio Sandoval, nuestro héroe”.

El heroísmo cotidiano, anónimo y callado, de quien —como también los cocineros, día tras día— hace las cosas básicas e imprescindibles que nos hacen mejor y más gustosa la vida. Gracias, amigo Sandoval.