portada-libro-antartida-86 Hace 30 años…

“Y para decirlo todo, si los azares y las necesidades de la navegación nos llevaron hasta el Polo Sur, más lejos del punto al que nuestros predecesores llegaron, si hasta pasamos el eje del globo terrestre, no es menos cierto que muchos descubrimientos de incalculable valor quedan aún por hacer en tales parajes”.

Jules Verne, La Esfinge de los Hielos

 

El futuro se abre espléndido siempre de la mano de Verne: muchos descubrimientos de incalculable valor quedan aún por hacer en la Antártida. El futuro se llamaba Antártida para una pequeña comunidad científica española y para el sector pesquero de gran altura, que en el otoño de 1986 no dudaron en aunar esfuerzos afrontando una difícil navegación y desafiando el peligroso deshielo de la banquisa antártica en aras de la ciencia.

Se trataba de la Primera Expedición Científico-Pesquera Española a los mares de la Antártida. Dos buques españoles, los pesqueros de gran altura Pescapuerta IV y Nuevo Alcocero, navegaron parejos en su derrota como antaño hicieran el Resolution y el Adventure de Cook, o el Erebus y el Terror de Ross; zarparon siguiendo los surcos trazados en el Atlántico por el navío Victoria de Magallanes o las singladuras míticas de la goleta Hallbrane de Verne y la Jane de Allan Poe, como nuevos descubridores de la naturaleza terrestre allí donde se nos muestra más recóndita y misteriosa.

Durante tres meses, una veintena de investigadores realizaron toda suerte de estudios biológicos, oceanográficos, geológicos y meteorológicos en las plataformas de las islas del mar de Escocia, en torno al Círculo Polar Antártico, compartiendo su destino con setenta y cinco marineros gallegos. El viaje, la vida a bordo, la misión científica y el aprendizaje humano constituyeron una aventura singular, digna de ser contada.

Pero esta que tienes en tus manos, amigo Lector, no es la historia oficial de aquella misión, ya escrita por mí a bordo en decenas de noticias y reportajes; esa crónica de la Expedición duerme en las hemerotecas y con ella duermen algunos silencios obligados. He escrito ahora, cuatro años después, la memoria de un viaje, el relato de mis experiencias a bordo del Pescapuerta IV  y del Nuevo Alcocero; mi peripecia personal y, en el filo de la navaja, las vidas duras de los marineros. Pero no adelantemos acontecimientos…

Los espantos de los hielos y de las tinieblas
Durante siglos, la tierra desconocida de la Antártida fue fuente de inspiración de fábulas y novelas, de Aristóteles a Salgari, de Poe a Lovecraft; fue la Terra Australis Incognita dibujada en los mapas con contornos imprecisos. Apenas hace doscientos años que comenzó realmente la exploración de las aguas más frías del planeta en las que nadie había osado aventurarse antes de que el británico James Cook rebasara el Círculo Antártico en 1773.

Dos años después, en su segundo gran viaje, Cook localizó, cartografió y bautizó las islas Sandwich y Georgia del Sur; años más tarde, el también británico William Smith descubrió las Shetland del Sur, situadas a ochenta kilómetros del continente Antártico. Fue precisamente en las plataformas de estos tres archipiélagos donde desarrolló buena parte de su labor nuestra expedición.

La leyenda del continente austral seguiría en pie durante algunos años, cercado cada vez más en sus límites una vez que se consideraron desgajadas Australia y Nueva Zelanda gracias a las navegaciones de principios del siglo XIX. Durante todo este siglo, franceses, americanos e ingleses, se adueñaron progresivamente de los mares Antárticos; sucesivamente Dumont d’Urville, Charles Wilkes y James Clarke Ross inscribieron sus nombres en la leyenda y en la geografía antártica, cuya toponimia es una lección de historia.

Una vez conquistados los tenebrosos océanos y los mares polares, el mundo occidental estableció en los albores del siglo XX una carrera contra el tiempo y contra la muerte para lograr la conquista de los Polos, acaso la última gran epopeya realizada por la Humanidad en la Tierra. Seguidos apasionadamente por la opinión pública de una época necesitada de esperanzas, los exploradores de los tiempos heroicos se esforzaron en izar por vez primera el pabellón de su país en los puntos extremos del planeta. El americano Robert Edwin Peary alcanzó el Polo Norte en 1909; restaba, como un reto imponente, la conquista del Polo Sur. Dos expediciones partieron entonces afrontando el desafío: la del británico Robert F. Scott y la del noruego Roald Amundsen. El 14 de diciembre de 1911, Amundsen clavó la bandera azul y amarilla sobre el Polo. Tres semanas después llegó Scott moribundo, testigo de excepción de aquella conquista y menos afortunado que su rival: Scott y sus cuatro compañeros perecieron penosamente en la marcha de regreso. La historia reservaba a Scott el heroísmo y a Amundsen la gloria.

Se inauguró así la era moderna en el último rincón del planeta donde pronto comenzaron a establecerse misiones científicas. A pesar de las tentadoras riquezas de la Antártida (hidrocarburos, petróleo, carbón, uranio, pesca, etc.) su especial configuración física y geográfica ha marcado la dirección de una cooperación científica internacional decidida y ejemplar, evitando hasta la fecha la colonización unilateral del continente. Durante este siglo la Antártida ha pasado de ser aquella nebulosa Terra Incógnita, tierra de nadie, a convertirse en continente internacional, tierra de todos, sin pasaportes, sin fronteras, sin aduanas.

Una serie de países, bien por haber sido pioneros en la exploración y descubrimiento de la Antártida (tales Estados Unidos, Reino Unido, Noruega), bien por su proximidad al continente helado (Chile, Argentina, Nueva Zelanda, Australia, Sudáfrica) o bien por su peso en la política internacional (Francia, Japón, Bélgica, URSS), comparten o se reparten el control de los diferentes sectores definidos por meridianos y paralelos. Todos estos países suscribieron el uno de diciembre de 1959 un acuerdo de neutralidad e internacionalización conocido como Tratado Antártico, afirmando “en interés de toda la Humanidad que la Antártida debe continuar utilizándose siempre exclusivamente para fines científicos, sin que llegue a ser escenario u objeto de discordia internacional”. En virtud de este tratado se prohibió el establecimiento de bases militares, tanto la instalación o almacenamiento de armas nucleares como apropiar bajo la soberanía de un Estado una parte del continente, comprometiéndose los países firmantes a garantizar el estatus de la Antártida como Tierra de Paz. El Tratado Antártico, en vigor durante treinta años (expiraba en 1991), fue expresamente ratificado y prorrogado por un nuevo período de cincuenta años, con prohibición de toda explotación de los recursos minerales, por los veintiséis estados miembros consultivos, entre ellos España, en la reunión celebrada en El Escorial en octubre de 1991.

Primeros titubeos polares de España
Sin embargo, así como España ha sido anfitriona de esta última y trascendental reunión, durante todo el proceso anterior de exploración, descubrimiento y conquista geográfica y humana de la Antártida, nuestro país permaneció lamentablemente ausente, como parece corresponder con nuestra decadente trayectoria histórica: una larga agonía desde los tiempos en que no se ponía el sol en el glorioso Imperio a las últimas escaramuzas coloniales en el norte de África.

España fue pionera en el envío de misiones “científicas” a los nuevos mundos, de Colón a Bartolomé de Las Casas, pasando por Gonzalo Fernández de Oviedo, “primer naturalista de los Nuevos Mundos”, o el etnógrafo fray Bernardino de Sahagún, hasta llegar a las expediciones científicas de Mourelle (1775) y del capitán Malaspina (1789), contemporáneos de Cook y exploradores del Pacífico, también en busca del “paso Noroeste”. La última expedición española de gran alcance fue la Comisión Científica del Pacífico (1862–1866) que viajó por toda América con un equipo de naturalistas, botánicos y antropólogos, así como un disecador y un fotógrafo, recogiendo más de ochenta y dos mil objetos –minerales, fósiles, animales, plantas, momias, adornos indios, tambores, canoas– para abastecer los museos españoles. Desde aquel loable viaje, meritorio en medio del caos financiero, político y militar que vivía España en la segunda mitad del XIX, realizado “en aras de la ciencia y la gloria nacional” (Ryal Miller), han pasado cien años durante los cuales nuestro país ha sido espectador distante y pasivo de las últimas conquistas de la Tierra.

En cuanto a la moderna exploración científica de la Antártida, desde que España perdió en 1957 el tren del Año Geofísico Internacional, apenas unas decenas de científicos españoles han estado presentes en el continente, casi siempre como invitados en misiones ajenas; de esta suerte, nuestra historia diplomática antártica se despacha de un solo plumazo: miopía. Baste añadir que desde la firma del tratado de 1959 hubieron de transcurrir veintitrés años de silencio e ignorancia hasta que el Estado Español decidió adherirse al mismo (31 de marzo de 1982). Desde esta adhesión el interés de España ha sido creciente y positivo, habiendo alcanzado en fecha muy reciente el estatus de miembro consultivo del Tratado, gracias al envío de sucesivas expediciones científicas, entre las que destaca la instalación, por vez primera en 1988, de la base Juan Carlos I en la isla Livingstone.

1986: por fin, la primera expedición científica
De todas las expediciones enviadas por España al Antártico durante la última década, la más importante sin duda por su duración e intensidad, y por lo valioso de sus resultados científicos, fue la denominada “Primera Expedición Científico-Pesquera Española a la Antártida” (técnicamente, “Campaña Antártida 8611”) que franqueó a España las puertas de los organismos Antárticos y de la cual trata este relato.

Esta campaña nació en el seno de la Administración con el punto de mira puesto en el ingreso de España en el Club Antártico; se trataba de realizar un proyecto pionero al que pudieran seguir nuevas misiones cada vez de mayor envergadura. El coste del proyecto, 420 millones de pesetas, fue asumido por la Secretaría General de Pesca Marítima del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, que encomendó la dirección científica al Instituto Español de Oceanografía (IEO). El proyecto tomó carta de naturaleza ante los miembros del Tratado Antártico en la reunión de Howard (Tasmania) en septiembre de 1986, señalándose entre sus objetivos el estudio de la biomasa de peces, crustáceos y cefalópodos, la determinación de los rendimientos en cada estación del año de las diferentes especies en el mar de Escocia, hallar el factor de selectividad de las artes de arrastre, y otros trabajos complementarios oceanográficos, geológicos y meteorológicos, que dieron a la Expedición carácter interdisciplinar.

Para llevar a cabo estas misiones, el IEO dispuso una campaña de ochenta días designando como Jefe de Expedición al joven biólogo Eduardo Balguerías, quien dirigió la larga y compleja campaña con ejemplar eficacia y buen tacto. Trece biólogos, tres geólogos, dos químicos, dos ingenieros electrónicos, un meteorólogo y un médico completaron el equipo científico. Los capitanes de ambos barcos y sus dotaciones, y el que suscribe, como único periodista a bordo, fuimos el resto de los participantes, hasta un total de noventa y nueve expedicionarios.

Los barcos
Una vez determinado el proyecto, el paso siguiente consistió en seleccionar los barcos adecuados. A falta de un buque polar español, la delicada tarea fue encomendada a la Cooperativa de Armadores de Vigo: los buques habían de ser dos por razones de seguridad; del tipo arrastrero-congelador para realizar las faenas de pesca experimental; modernos y con buenas condiciones de habitabilidad para soportar las inclemencias y la larga campaña; con gran autonomía de desplazamiento ante posibles contingencias; y, en fin, debidamente reforzados para navegar y faenar en zonas de grandes hielos cumpliendo las normas internacionales de seguridad. Tras un cuidado análisis fueron elegidos el Pescapuerta IV y el Nuevo Alcocero, del armador vigués José Puerta Oviedo.

El Nuevo Alcocero estaba considerado en el momento de iniciarse la Expedición, con la que hizo su primera navegación, el buque más moderno de la flota española de gran altura. Poseía 101 metros de eslora y una potencia de 4.000 C.V., dotado con una tripulación de 50 hombres al mando del capitán Manuel Ríos. Durante la campaña, como barco de apoyo, contando sólo con un reducido equipo de biólogos, realizaría labores de pesca experimental probando diferentes tipos de redes y artes de arrastre. Albergó también la estación de meteorología dedicada a la observación del tristemente famoso agujero de ozono.

El Pescapuerta IV fue convertido en un verdadero laboratorio flotante. Era también de construcción reciente: cumplió su tercer aniversario en aguas antárticas el uno de diciembre de 1986. Poseía 73’80 metros de eslora y 2.000 C.V. de potencia; estuvo a su mando el capitán Juan López, con una tripulación de veinticuatro hombres y el grueso de la dotación científica. En su costado de estribor se practicaron dos pescantes abatibles articulados, para realizar muestreos, así como cuatro tornos con diferentes tipos de sondas y armarios especiales. Además, se adaptaron dos pañoles con aparatos de medición y en un camarote se dispuso el equipo informático que, conectado con el sistema de navegación, constituía el auténtico cerebro de la Expedición.

Ambos buques estaban dotados en sus puentes con medios avanzados de gobierno, incluyendo radares, sondas de red y verticales, giroscópicas con piloto automático, equipos radiofónicos, meteorológicos, radiotélex y un satellite navigator, conectado con satélites artificiales situados en órbitas a mil y veinte mil kilómetros de altura mediante los cuales se determinaban con gran precisión la situación y derrota de los barcos en todo momento

La navegación
El Pescapuerta partió del puerto de Vigo el 27 de octubre de 1986, siendo despedido por el Ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, Carlos Romero. Tras una travesía atlántica de seis mil millas –veintitrés días que permitieron a este cronista aclimatarse y familiarizarse con la vida a bordo–, nos encontramos con el Nuevo Alcocero en el puerto argentino de Ushuaia que, junto con el chileno de Punta Arenas, son antesala de toda navegación antártica.

Nuestros barcos pusieron proa el veintiuno de noviembre a las islas antárticas que forman el Arco de Escocia, siguiendo las huellas de Cook con el Resolution o de Darwin en Tierra del Fuego a bordo del Beagle; emulando los vaivenes de la fragata Victoria desarbolada a su paso por los canales fueguinos o del no menos esforzado Pizarro de Humboldt, o de tantos otros. El marco natural en el que se desarrolló la campaña, el Arco de Escocia, es el rasgo fisiográfico que une América del Sur con la península Antártica, prolongación de la cordillera de los Andes formada por una serie de elevaciones y fosas que se extienden 1.500 kilómetros al este de Tierra del Fuego, incluyendo zonas volcánicas activas como la isla Decepción.

La Expedición inició sus trabajos en las islas Shag Rocks, a tres días de navegación de Ushuaia, prosiguiendo hacia Georgia del Sur, una de las mayores islas australes, de ciento noventa kilómetros de longitud, abundante en bahías y glaciares, y en todo tiempo refugio de cazadores de focas y balleneros, ¡quien sabe si del mismísimo capitán Len Guy!

Tras diez días de campaña y dos de navegación, la Expedición llegó a las islas Sandwich del Sur –cuatrocientos veinte kilómetros cuadrados de origen volcánico–, que fueron cartografiadas por Cook y Bellingshausen, y exploradas por vez primera, junto con Georgia, por los científicos del Discovery en 1930. En sus aguas faenó nuestra Expedición doce días concluyendo los trabajos al filo de la Nochebuena.

La celebración de la Navidad lejos de las familias fue un acontecimiento para todos los expedicionarios, pero no se interrumpieron las prospecciones, ya en las Orcadas del Sur, rebasado el paralelo 60, límite del Tratado Antártico. Siguiendo el ejemplo de Cook, que puso las corbetas al pairo, “no fuese a sorprenderme un vendaval con la tripulación bebida”, nosotros atracamos la Nochevieja ante la base argentina de isla Laurie, con cuya hospitalidad gozamos la entrada del Nuevo Año.

Por fin, la Expedición arribó a las Shetland del Sur, archipiélago compuesto por una veintena de islas grandes e infinitos islotes y peligrosos escollos, con una superficie total de 2.200 kilómetros cuadrados, culminando nuestro viaje con sendas visitas a la isla Decepción y a las bases científicas de la isla Rey Jorge. En la travesía final por el estrecho de Bransfield avistamos con emoción las primeras estribaciones de la Península Antártica, regresando al puerto de Ushuaia sin novedad el 7 de febrero de 1987.

Durante 80 singladuras, la Expedición realizó 11.000 millas de recorrido, 480 observaciones meteorológicas, 354 estaciones de pesca experimental, 227 estaciones oceanográficas, 390 tomas de muestras geológicas, 4.000 millas de registros geológicos (perfiles continuos) y 9.000 millas de registros oceanográficos, además de observaciones diarias de aves y mamíferos.

Hasta aquí un breve resumen de lo que fue la Expedición, cuyos resultados científicos fueron publicados en un voluminoso tomo por el IEO y abrieron a España las puertas del Tratado Antártico. Durante el viaje yo fui uno de los privilegiados por haber tenido la ocasión (tal vez única en mi vida) de contemplar enormes icebergs a la deriva, miles de pingüinos, focas y elefantes marinos, majestuosos desfiles de ballenas y tormentas implacables en los mares más fríos y peligrosos del planeta.

Cousteau en mi Cuaderno de Bitácora
Como cronista de la Expedición y único periodista a bordo, tuve el honor y la responsabilidad de contar el viaje, las peripecias de la navegación y la investigación científica a miles de lectores. A través del télex vía satélite y por radio pude transmitir, casi siempre con dificultades, más de cuarenta crónicas que, por medio de las agencias EFE y AGN, fueron publicadas por decenas de periódicos y emisoras de radio y TV. Conté en todo momento con el consejo del Jefe de la Expedición, Eduardo Balguerías, con la amabilidad del capitán del Pescapuerta, Juan Fernández, y con el apoyo de todos los compañeros de viaje, con quienes comparto algunos de los recuerdos más hermosos de mi vida.

Además de las crónicas oficiales, escribí a bordo mi Cuaderno de Bitácora así como multitud de notas y papelitos que fui guardando en un cajón. Han pasado cuatro años y mis recuerdos de aquel viaje son cada vez más intensos hasta el punto que no he podido resistir la tentación de contar mi historia.

La tentación, querido Lector, de relatarte aquella aventura humana y científica que, a veces, resulta tan sorprendentemente real que parece invención. He procurado ser fiel a la realidad que guardan mis notas y mi memoria, aunque habiendo sido noventa y nueve exploradores a bordo, le faltarán al lector los otros noventa y ocho relatos.

De todos modos, para seguir adelante necesito, Lector, de tu complicidad. Necesito que te sientes conmigo en el camarote 3 del Pescapuerta, a contemplar por el ojo de buey las montañas glaciares cortadas a pico abruptamente sobre el mar y el incansable vuelo de albatros, skúas, alcatraces y gaviotas. Necesito que te asomes conmigo por proa a disfrutar del juego amistoso de los delfines, de las risas de los pingüínos y las zambullidas de las focas. Necesito que te sorprenda a diez metros del costado del barco el chorro de vapor de un pequeño cachalote o una descomunal ballena improvisando su surtidor de vida en mitad del océano o saltando panza arriba.

Necesito que meditemos juntos estas palabras: “En el Ártico el último gran pingüino fue muerto en 1948. El oso blanco, el narval, la nutria de mar, ven cernerse sobre ellos una gran amenaza. Las poblaciones de belugas, morsas, zorros  árticos y lobos han sido diezmadas. En el Antártico los efectivos de cetáceos han descendido al seis por ciento de su nivel óptimo; la foca de Ross se ha vuelto muy escasa. Millones de pingüinos han sido matados por los balleneros y el pingüino emperador ha desaparecido casi por completo. A menudo he surcado el cielo Antártico a bordo del Calypso con la esperanza de encontrar algunas ballenas supervivientes o algunas focas; pero debajo de mí he visto el festín de millones de pingüinos en los bancos de eufausiáceas (krill) que les habían dejado las ballenas desaparecidas. El esplendor de los Polos no es ya sino pálido reflejo de lo que debió ser antes de la invasión del hombre” [Cousteau].

Amigo Lector: antes de zarpar quiero confiarte un solo anhelo. Aún estamos a tiempo de salvar la Naturaleza única y privilegiada de la Antártida y poder contemplar su grandioso espectáculo como  examinaron los ojos de Darwin la Bahía del Éxito la mañana del 17 de diciembre de 1832, bajo la vigilancia de los fueguinos: “Una sola mirada sobre el paisaje me bastó para conocer que iba a ver allí cosas distintas de las que había visto hasta entonces”.

Darwin, a quien podemos tomar aquí como inspirador y modelo de nuestro viaje, recomendaba a todos los naturalistas emprender este tipo de expediciones “pues ejercitan estos viajes la paciencia, borran todo rastro de egoísmo, enseñan a elegir por uno mismo y a acomodarse a todo; en una palabra, dan las cualidades que distinguen a los marinos”.

Marinos como los tripulantes del Pescapuerta y del Alcocero, con quienes tuve la suerte de convivir entrañablemente. Marineros esforzados y generosos a los que he visto encaramarse por los palos helados, aprestar los aparejos bajo la tormenta o hacer trenzas con cables de acero; y siempre otear el horizonte, aguardar un nuevo día bajo el cielo estrellado, otras navidades fuera de casa, con resignación impasible y el corazón puesto en sus hogares gallegos. Ellos, como las tripulaciones anónimas de Cook y tantas otras, son también artífices del futuro vaticinado por Verne. Son ya, para mí, recuerdo perenne en mi memoria, o como los hombres del Otago, con quienes cruzó Conrad la línea de sombra, “dignos para siempre de mi respeto”.

Viaje a los mares de la Antártida, Valentín Carrera (1996)